Lo grave es que se arma una fiesta para la muerte. No existe justificación ética o moral para que un animal sea primero torturado –cuando le pican el lomo con lanzas– y, luego, asesinado con crueldad. Mientras los ‘aficionados’, incapaces de comprender el dolor ajeno –sea humano o no–, aplauden excitados. La ética exige ponerse en los zapatos del otro, cosa que el sádico no puede lograr.
Las corridas expresan y desatan numerosas patologías en todos los involucrados: desde los toreros hasta los mismos aficionados. Al torero, porque ‘la plaza’ le despierta la adrenalina necesaria para arriesgar su vida o buscar el desafío al peligro; expresa sus tendencias suicidas inconscientes. A los ‘aficionados’, porque, eufóricos, aplauden –bota de vino en mano–, exigiendo, sedientos de sangre, que el torero se arriesgue cada vez más para desahogar y proyectar sus pulsiones inconscientes más primitivas. Mismo Coliseo Romano: centenares de gladiadores y esclavos asesinados mientras enfervorizados espectadores gritaban junto al emperador.
Carmen Gonzáles
c.gonzales@ceprovi.org
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